Despedida a un rincón

Te Libro de Todo Mal


Es un lugar pequeño, sucio, con una pobre iluminación de oficina que se enciende las veces impares. No hay ventilación, sólo una rejilla de la parte superior de la puerta, pero que siempre está tapada por una cartulina negra. Los olores de químicos fuertes, o de tabaco las veces que fumo allí dentro, los camuflo con incienso. Por mucho que barra y friegue, el suelo siempre está sucio, siempre hay polvo de carboncillo y pastel, o telas de araña, polvo del de siempre, pelusas, restos de goma de borrar. Hay fotos colgadas por las paredes, decenas, algunas bonitas y otras horrorosas, todas de diferentes estilos, tamaños diferentes, enmarcados diferentes, de todos los miembros que pasaron por allí.

En la estantería, un radiocasette roto con reverso automático y veinte o treinta casettes para elegir. Al lado descansa mi más fiel compañera, una cafetera eléctrica, un bote de café, un bote de azucar morena, y una caja con infusiones varias y preservativos de fresa ácida. Que nunca se sabe. En el estante superior hay bolsas con cámaras y objetivos; una Canon maravillosa y una Minolta que nunca funcionó del todo bien. Al lado, carpetas de fotos y negativos, y algunos libros de fotografía analógica publicados en la década de los 60. Y en lo más alto, botellas kodak, botellas ilford, todas las botellas del mundo.

El sofá polvoriento está justo al lado. Está sucio, pero es cómodo cuando averiguas la postura. Por allí, apoyado en la pared, un caballete con un cuadro que pintó alguien hace muchos años. También hay otro cuadro, que pinté yo hace muchos años también, y que nunca acabé. Al lado, en una estantería, maletines con óleos, estuches con pastel, cajas con carbones.

Luego un cuarto oscuro, tapado con una cortina opaca que tuve que parchear cientos de veces. La pared que cobija las dos ampliadoras está forrada de cartulina negra, porque nunca nos lo dejaron pintar. Todo lleno de mis copias, mis pruebas, mis contactos, mis negativos. Unas tijeras, los cartones que uso para hacer tapados, mis filtros. Todo. Ahí en la pared colgué un reloj de pared que compré en Ikea. Las agujas eran rojas, así que las tuve que pintar de negro con esmalte de uñas para que se vieran a la luz del cuarto oscuro. No recuerdo a quién provoqué tremendo ataque de risa cuando, al preguntarme la hora, respondí sacando del bolso mi reloj de pared recien comprado. Arriba una gotera de las grandes, un verdadero agujero en el techo con media bayeta asomando. Y luego, al fondo del cuarto oscuro, la zona húmeda, que hace reir tanto a Tomás.

Es pequeño e inmundo. Es complicado permanecer más de 2 horas seguidas allí dentro, pero es mi laboratorio de fotografía. Y ahora el nuevo emplazamiento de un equipo de ATS.

Ha sido mi refugio, mi rincón, mi alivio, mi descanso, mi burbuja, mi mundo. Lo ha sido durante cuatro años. Allí he estado sumergida horas, sola en una atmósfera de rojo, dando a luz mil imágenes. Allí he enseñado a revelar a siete enamorados más. Allí he pasado horas pintando, horas leyendo, horas durmiendo, horas hablando. Allí hemos hecho el amor, también, tantas, tantas veces. Se ha convertido en estudio fotográfico, en cafetería o centro de reuniones, en almacén, en escondite o en sorpresa.

Ahora no puedo hacer nada para evitarlo, acabaron contigo, te borraron del mapa. Esto es una despedida, mi querido, pequeño laboratorio. Gracias por ser el más importante de mis rincones de Madrid.

Te echaré de menos.

Gen.