El nacimiento del caparazón

Te Libro de Todo Mal


Empieza de manera casi imperceptible. Un sutil endurecimiento de la piel en algunas zonas como el que causa una alergia, o una exposición imprudente al calor o al frío. Poco a poco se extiende. Lo notas un día que no puedes dormir. No encuentras postura. Te pongas como te pongas, hay algo que se te clava. Pero no como si estuviera en la cama. Más bien como si estuviera en ti.

Luego, a medida que se extiende, va cobrando además características diferenciables. Según el caso. Puede revelarse visible, compacto, geométrico, como el de una tortuga anciana. Hogareño y espiralizado como el de un cangrejo ermitaño. Negro y llamando a la huida como el de ciertas arañas. Casi transparente, una gamba bebé. Puede tener estrías o color de coral. Puede ser que lo lleves a la espalda como una mochila llena de libros o que sólo te asomen por debajo los pies. Puede ser que siga siempre impidiéndote dormir, espetado en tu cuerpo como en el de esos moluscos de patas largas que corren por las playas sin que nadie conozca su nombre; o puede que sea, caracol, el refugio insonorizado perfecto para un sueño que dure toda la temporada de sol. Con los años puede hacerse hermético, dejarte atrapado entre sus dos tapas como un dibujo de sirena. Y hay no poca gente que desarrolla los pinchos de un erizo de mar.

Hace poco aprendí que los calamares también tienen una especie de caparazón. Lo observo y el mío parece ser de esos. Es mi diagnóstico. Un caparazón que nadie diría, un caparazón esqueleto que ondea como si no estuviera. Pero que está.

Una página web dice:

"La concha de las sepia, llamada jibión, se usa para que los pájaros de jaula afilen sus picos mientras la picotean. Las conchas de la sepias pueden aparecer esparcidas por las playas, traídas por la corriente marina."

Me parece peligroso. Entre todos los caparazones posibles, justo este. Por qué a mí.

En fin, uno acaba por admitir. No le queda más remedio, cuando las durezas empiezan a inmiscuirse en las rutinas. La vida, solidaria con la piel, empieza a cambiar de color. Los amigos comentan.

Uno quiere quitárselo. En realidad no le duele nada, no tiene miedo. No lo cree necesitar, no sabe por qué ha tenido que salirle. No lo pidió. Uno quiere quitárselo como quien se quita una coraza, desvestírselo también y dejarlo arrugado a los pies de la cama. Poder estar desnudo otra vez.

Pero no. Uno no elige los caparazones. Nacen y no son como las corazas. No puede uno desnudarse así. Ellos tienen anclas en la piel.

Cuando regreses, da tres golpes secos en el mío. Intentaré salir y explicarte lo que me pasó.

caparazoncitos