Mi Casa

Te Libro de Todo Mal


Hace muchos años hice mía una muy mala costumbre. O buena, o regular, no sé. Digamos que me construí mi propio método de terapia para decepciones y depresiones varias. El método consistía en navegar por internet y buscar piso. Así de simple.

No importaba la ciudad, la intención o el grado de realidad que pudiera tener la búsqueda. Incluso a veces no importaba ni el precio. Sólo el piso, el barrio, el aspecto, el tejado. La posible vida que pudiera llevar yo allí. Me pasaba días mirando anuncios, mirando fotos, y me iba a la cama con mil sueños.

He de decir que a veces me arrepentía de pasar tantas horas en mi absurda búsqueda, viajando de nube en nube, tardes enteras. Un día se lo conté a una de las mujeres más apasionantes de mi vida. Ella conducía, miraba al frente y asentía. No le sorprendió, me dijo que ella hacía lo mismo.

– Bueno quizás no sea lo mismo, yo busco casa. Con jardín. Y luego además llamo. Y pregunto el precio.

Sea como sea, lo había hecho tantas veces, que cuando busqué piso de verdad, apenas noté la diferencia.

Hoy domingo cumplo dos semanas en mi piso. Son las siete de la tarde por aquí, el calor y la humedad son insoportables pero, por lo menos, ya empieza a refrescar. Es el momento perfecto para beber jugo de manzana, que no zumo, y tirarme en mi sitio a visitar mi fracción de internet.

Y es que ya tengo algo parecido a mi sitio plantado en cierto punto del sofá.

Ya hay cosas que podría decir que hago siempre. Las cosas empiezan a tener su función, empiezan a ser irremplazables. El cojín naranja es cómodo para la cabeza, el verdoso es perfecto para ir a dormir, el rojo pequeño es donde apoyo el portátil en momentos como este.

Por la mañana caliento agua, la tetera de aluminio pierde su contenido gota a gota. Cuando hierve, hago el café, medio litro, para desayunar y para el resto del día. El café es suave, así que a veces hasta lo tomo solo. Mi taza es naranja, la de Jose roja. Mi despertador lo oigo, el de Jose no suena nunca. La ducha es caliente o fría cuando quiere (normalmente fría con Jose y caliente conmigo).

En la puerta de la nevera un imán sujeta el teléfono y la carta de nuestro Chino de cabecera. Lo más rico, los arrolladitos primavera, los fideos de arroz saltados (que no salteados), la carne saltada con salsa Sa-Tza. Lo trae un chino en moto que habla poco español con un curioso y marcado acento argentino. Tengo en el barrio ciertos sitios frecuentes, como la parrilla donde el chorizo está exquisito y que se llena cuando hay partido del Boca. O la tienda de enfrente donde hornean empanadas de carne picante y la mejor pizza napolitana del mundo.

Tengo un balcón perfecto, grande, con unas vistas de las que ya he hablado demasiado. Pero no puedo evitar seguir hablando. Un balcón donde caben sillas y una mesa con unas copas y unos panchitos. Y unos amigos. Delante del balcón, tengo un suelo infinito lleno de edificios de mil ciudades, altos rascacielos rodeados de casas de muñecas, rodeadas de azoteas donde vuelan las sábanas, rodeadas de fachadas de ladrillo viejo, rodeadas de altos rascacielos. Encima tengo un cielo más infinito, con nubes de todos los colores, que cuando quieren son temibles. Con lo que a mí me gustan las nubes.

Tengo parques cerca, montones. Uno japonés, otro con lagos y cabezas de poetas, otro con árboles centenarios, otro plagado de hormigas y familias los fines de semana. Otro de jugadores de voley, otro de perros futbolistas, uno de ancianos jugadores de ajedrez.

Mi casa es mía. En el primero de estos catorce días conquisté la terraza, luego la tetera, más tarde la ducha, el sofá, el helado. Luego la tienda de empanadas y pizzas, el chino, las vistas, el café, un cojín naranja para la cabeza, naranja como mi taza. Después conquisté parrillas, parques, perros y alguna que otra calle.

Aún me queda mucho por conquistar pero, por ahora, lo que ya es mío, me gusta.

Y bueno, tengo también un calendario con fotos de todos los que me lo regalaron, donde apunto visitas, futuras visitas, anheladas visitas, visitas que echamos mucho (mucho) de menos.

Gen.